Un estudio analiza las 197 palabras más usadas por Kirchner. Aparecen términos inéditos en otros presidentes. Léxico redundante y directo.
Los medios nacionales y extranjeros tienden a caracterizar al discurso de Néstor Kirchner como “duro” o “fuerte”, en particular como temas como la negociación de la deuda y los derechos humanos. No es casual que se establezca este contraste con respecto a la relativa debilidad inicial de su gobierno.
El presidente intentó fundar en forma rápida un liderazgo en el plano de las ideas. Sus asesores contribuyeron a este proceso en el que se busca “imponer la agenda”, reforzando lo positivo en la imagen presidencial limando las asperezas de lo que la opinión pública no aprecia. La guerra de las palabras” es la clave en tal dinámica, más aún en un contexto en el cual el humor colectivo es muy volátil. La metáfora del infierno y el purgatorio que el Presidente emplea traduce la intención de mantener bajas las expectativas de los argentinos.
Un estudio realizado en la Universidad de Québec ofrece un panorama del vocabulario de Kirchner: las palabras que repite con obsesión y las que evita, sus modismos y sus muletillas. En el marco del proyecto DPA (Discurso Presidencial Argentino) se efectuó un análisis de las 197 principales alocuciones oficiales del presidente desde su asunción en mayo del 2003 hasta fines de abril del 2004. Y se comparó su discurso con el de Raúl Alfonsín y Carlos Menem durante el primer año de sus respectivos mandatos.
Del estudio surge que Kirchner habla de manera simple y directa. Su léxico es relativamente pobre y redundante (sobre todo al contrastarlo con el de Alfonsín, pero incluso frente al de Menem), aunque comienza a enriquecerse en los últimos meses. Kirchner refiere menos al “pueblo”, o a la “patria” y mucho más a la “gente” y a la “sociedad”. Sus interlocutores son hombres y mujeres concretos: prefiere utilizar los términos propios a un diálogo horizontal (“nosotros”, “ustedes”) y es reacio a decir que habla “como presidente”.
El discurso de Kirchner manifiesta signos de cierta inseguridad y recurre a expresiones que buscan apuntalar la veracidad de sus dichos. Al contrario de Alfonsín (que buscaba inspirar) y a Menem (que buscaba seducir). Kirchner busca convencer. Así como Menem lanzó el célebre “¡siganme!” en 1989, Kirchner parece gritar “¡creánme!”. Apunta a establecer un delicado equilibrio entre su perfil “decisionista” y la imagen de “hombre común” a quien le toca dirigir el país. Esta modestia –que podría tildarse de excesiva y hasta contraproducente- se revela en un tic del cual él mismo no debe ser consciente: es el presidente “agradecido” por excelencia. No sólo “da las gracias” con más frecuencia que los anteriores jefes de Estado, sino que se distingue por el énfasis que pone en hacerlo. Cabe preguntar si esta actitud anti-exitista es un reflejo de la crisis del 2001, un rasgo de personalidad o la marca de un líder “accidental” que llegó al poder por circunstancias fortuitas.
Otro aspecto del “discurso K” es la reticencia del presidente en cuanto al uso de simbolismos como “grandeza” y “destino”, típicos de la retórica patriótica desde principios del siglo XX. Kirchner insiste, por el contrario, en el proyecto de “una Argentina diferente”. El foco está en la tarea de “construir” y en la necesidad de hacerlo “en forma conjunta”. Este voluntarismo de tono juvenil –distinto al voluntarismo idealista de Alfonsín- se expresa también en fórmulas retóricas que subrayan una misión urgente: “cambiarla historia”. Kirchner deja traslucir la desazón –muy humana- frente a semejante desafío con la muletilla “Dios quiera”, presente en casi la mitad de sus discursos. Con términos como “ganas” y “cariño”-casi inéditos en el discurso presidencial argentino- remite a la subjetividad de sus conciudadanos. Este intento de proximidad afectiva y vivencial fue tal vez uno de los factores en la buena recepción que tuvo el estilo K en la opinión pública.
También Kirchner invoca con menos intensidad que sus antecesores los valores clásicos de la “democracia”, “soberanía” y “justicia social”, dejando así de lado elementos centrales en el discurso político de las últimas décadas. Las diferencias estadísticas frente a Alfonsín y a Menem son tan marcadas que se adivina una clara voluntad de romper con una forma de decir la política.
Los referentes han cambiado, los parámetros con que se piensa la representación política han sido desplazados. El discurso presidencial capta –sea por necesidad o por razones estratégicas- esta mutación. Kirchner prefiere expresiones con un claro origen en la “sociedad civil” y en ciertas tendencias intelectuales posmodernas: “pluralidad” y “equidad”. Y aunque se identifica con la generación de los 70 no pronuncia nunca la palabra “revolución” y apenas menciona 5 veces a Perón (mientras que Menem lo nombra 161 veces durante el primer año de su mandato).
En casi todos sus mensajes utiliza la fórmula “todos los argentinos” y multiplica los gestos inclusivos: “amigos y amigas”, “hermanos y hermanas” y, en ocasiones, “compañeros y compañeras”. Este discurso abarcador tiene una contracara intrigante: carece de un antagonismo fundamental. ¿Quién puso a los argentinos en un “infierno”? Hasta ahora, las palabras de kirchner no brindan una respuesta clara.
Escribe, Victor Armony. Sociólogo, Universidad de Québec (Canadá).
http://www.rrppnet.com.ar/asesordeimagen.htm
Un estudio realizado en la Universidad de Québec ofrece un panorama del vocabulario de Kirchner: las palabras que repite con obsesión y las que evita, sus modismos y sus muletillas. En el marco del proyecto DPA (Discurso Presidencial Argentino) se efectuó un análisis de las 197 principales alocuciones oficiales del presidente desde su asunción en mayo del 2003 hasta fines de abril del 2004. Y se comparó su discurso con el de Raúl Alfonsín y Carlos Menem durante el primer año de sus respectivos mandatos.
Del estudio surge que Kirchner habla de manera simple y directa. Su léxico es relativamente pobre y redundante (sobre todo al contrastarlo con el de Alfonsín, pero incluso frente al de Menem), aunque comienza a enriquecerse en los últimos meses. Kirchner refiere menos al “pueblo”, o a la “patria” y mucho más a la “gente” y a la “sociedad”. Sus interlocutores son hombres y mujeres concretos: prefiere utilizar los términos propios a un diálogo horizontal (“nosotros”, “ustedes”) y es reacio a decir que habla “como presidente”.
El discurso de Kirchner manifiesta signos de cierta inseguridad y recurre a expresiones que buscan apuntalar la veracidad de sus dichos. Al contrario de Alfonsín (que buscaba inspirar) y a Menem (que buscaba seducir). Kirchner busca convencer. Así como Menem lanzó el célebre “¡siganme!” en 1989, Kirchner parece gritar “¡creánme!”. Apunta a establecer un delicado equilibrio entre su perfil “decisionista” y la imagen de “hombre común” a quien le toca dirigir el país. Esta modestia –que podría tildarse de excesiva y hasta contraproducente- se revela en un tic del cual él mismo no debe ser consciente: es el presidente “agradecido” por excelencia. No sólo “da las gracias” con más frecuencia que los anteriores jefes de Estado, sino que se distingue por el énfasis que pone en hacerlo. Cabe preguntar si esta actitud anti-exitista es un reflejo de la crisis del 2001, un rasgo de personalidad o la marca de un líder “accidental” que llegó al poder por circunstancias fortuitas.
Otro aspecto del “discurso K” es la reticencia del presidente en cuanto al uso de simbolismos como “grandeza” y “destino”, típicos de la retórica patriótica desde principios del siglo XX. Kirchner insiste, por el contrario, en el proyecto de “una Argentina diferente”. El foco está en la tarea de “construir” y en la necesidad de hacerlo “en forma conjunta”. Este voluntarismo de tono juvenil –distinto al voluntarismo idealista de Alfonsín- se expresa también en fórmulas retóricas que subrayan una misión urgente: “cambiarla historia”. Kirchner deja traslucir la desazón –muy humana- frente a semejante desafío con la muletilla “Dios quiera”, presente en casi la mitad de sus discursos. Con términos como “ganas” y “cariño”-casi inéditos en el discurso presidencial argentino- remite a la subjetividad de sus conciudadanos. Este intento de proximidad afectiva y vivencial fue tal vez uno de los factores en la buena recepción que tuvo el estilo K en la opinión pública.
También Kirchner invoca con menos intensidad que sus antecesores los valores clásicos de la “democracia”, “soberanía” y “justicia social”, dejando así de lado elementos centrales en el discurso político de las últimas décadas. Las diferencias estadísticas frente a Alfonsín y a Menem son tan marcadas que se adivina una clara voluntad de romper con una forma de decir la política.
Los referentes han cambiado, los parámetros con que se piensa la representación política han sido desplazados. El discurso presidencial capta –sea por necesidad o por razones estratégicas- esta mutación. Kirchner prefiere expresiones con un claro origen en la “sociedad civil” y en ciertas tendencias intelectuales posmodernas: “pluralidad” y “equidad”. Y aunque se identifica con la generación de los 70 no pronuncia nunca la palabra “revolución” y apenas menciona 5 veces a Perón (mientras que Menem lo nombra 161 veces durante el primer año de su mandato).
En casi todos sus mensajes utiliza la fórmula “todos los argentinos” y multiplica los gestos inclusivos: “amigos y amigas”, “hermanos y hermanas” y, en ocasiones, “compañeros y compañeras”. Este discurso abarcador tiene una contracara intrigante: carece de un antagonismo fundamental. ¿Quién puso a los argentinos en un “infierno”? Hasta ahora, las palabras de kirchner no brindan una respuesta clara.
Escribe, Victor Armony. Sociólogo, Universidad de Québec (Canadá).
http://www.rrppnet.com.ar/asesordeimagen.htm